La teoría de las nubes. Stéphane Audeguy (2006).


Cuando necesitamos amar (más), buscamos analogías (afinidades). Esta necesidad denota soledad. Es (la necesidad) una carencia, una privación, una insuficiencia, una soledad…; por lo tanto, hay sed (necesidad). Hablar de la soledad como es debido requeriría un tratado. “Tratado de la soledad”. O “Tratado de la necesidad”. Los he emparejado, así a lo bestia. Pero hay sólo un paso entre la necesidad y el exceso de uno mismo, la suspensión, el arrebato, la enajenación y la locura. Entonces estamos ya definitivamente solos. Somos bestias, finas y delicadas, pero bestias. Frías. Y aquí podemos trazar un círculo, y que se toquen los extremos. Y volver al mismo lugar en el que estábamos. O a otro distinto, en otro nivel. Porque prefiero hablar de espirales que de círculos… Una vez más vuelvo al bucle.

Si necesitas comer y te plantan un chuletón delante, es muy difícil no devorarlo inmediatamente y luego recordar el evento. Algo así me pasa con algunos libros, solo que las ideas, las emociones, las carencias y las necesidades, no son tan “digestivas” como un buen chuletón. Puestos a hablar de “ansiedades”, digamos que el hambre es una de las más fáciles de satisfacer.

A mí este librito me ha dejado como un colador. Y después de tanta punzada con entrada y salida, es difícil que pueda decir nada coherente. Esa es la cuestión. Esa es mi cuestión.

Pero bueno. Vayamos al grano. La novela de la que quiero hablar está ya traducida a tres idiomas y supongo que terminará traduciéndose al yoruba , vamos que tiene todos los ingredientes para convertirse en un best seller (o no, quién sabe…). Esto me mosquea. Para qué negarlo. Además, después de flipar en colorines con ella, no he podido evitar ponerme a buscar sobre ella y, claro está, la he cagado. Es más… me voy al WC. Ahora vuelvo.

Pues lo que decía, que a uno no le gusta escuchar cuchicheos de otros sobre su persona. No nos gustan los comentarios (por muy superprofundos y súper-respetuosos que sean) sobre “nuestras” cosas. Y cada uno hace suyo lo que le da la gana. Y por supuesto que cuando me “prendo” con algo, no me gusta verlo “retocado” por ahí, pervertido, maltratado y lastimado. Porque no es el librito en cuestión lo que se maltrata y se lastima. Para eso está él. Para ser leído por millones de personas y a cada cual aportarle lo que sea oportuno. Lo que queda magullado soy “yo misma” y mis circunstancias, y el agujero que esto me produce es mucho más gordo que las sotocientas incisiones con entrada y salida que me produjo la lectura del puñetero librito.

No pienso explicarme. Es mi problema.

Este libro trata sobre muchas, muchísimas cosas; infinitas cosas. Pero solamente hay una (muy fina, muy simple, casi imperceptible pero inmensa, tan inmensa que es el libro entero) cuyo dibujo me encanta y me hace feliz; el amor de Akira, el protagonista de la novela. Quizás sólo por esta razón la novela se salve y quede en mi memoria. Si no fuera por esto… me hubiera ocurrido lo mismo que a Porbus y Poussin al ver el cuadro de Frenhofer en el relato “La obra maestra desconocida” de Balzac:

“El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-. Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura.
-Estamos en un error, ¡mire!... -continuó Porbus.

Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada.

-¡Hay una mujer ahí debajo! -exclamó Porbus señalando a Poussin las capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra.”


Pues eso… “hay una mujer ahí debajo”. Eso es lo que nos salva del terrible (y temible) nubarrón.

Dentro de “ese” nubarrón hay pérdida. O la necesidad que provoca la ausencia de algo. O, una vez más, amor… pero de otro tipo (enfermo, loco, ansioso). Es un libro que dedica al pensamiento todo su espacio… y quizás al sueño. "A Virginie, que necesita alimentarse como las nubes, todo le parece interesante, siempre que venga de afuera. Por eso cuando se queda sola con aquello que tanto le gustaba a través de los demás, cae en una torpeza anodina sin saber, sin sentir nada..." Pero todo llegará…

Cuando se le da al pensamiento todo el espacio que requiere tenemos un pensamiento nuboso y ningún edificio. Tenemos locas intuiciones, pensamientos que son nuestras furcias… “Goethe sabe que un hombre de bien puede perfectamente frecuentar a tales criaturas si es por necesidad; pero que solo puede hacerlo temblando, sin contárselo a nadie”.

Akira nos cuenta que hay que ser un poco tonto, y serlo con una especie de obstinación, para interesarse por las nubes. Una forma de estupidez habita todo pensamiento; por lo tanto, el deseo de entender las nubes. Esto, es una ironía, por supuesto, en boca de Akira.

También habla este libro sobre la pureza en la mirada y la vocación del asceta. Sobre abscesos, pus y rituales amorosos secretos. Sobre la maduración. Akira no sabe por qué un día se apasionó tanto por las nubes. No lo sabe. “La respuesta a esa pregunta le espera, agazapada como una bestia desconocida, en su memoria”. Algo tan simple y sin embargo no lo sabe…, tanto duele…

Se habla del viento y la necesidad de atraparlo. Un viento que no podemos pintar, porque no somos chinos. Tan sólo su efecto…

Carmichael espera que la pintura le sacuda… como una turbulencia. Carmichael espera, como si él mismo fuera una nube… El no quiere detenerse demasiado pronto. El entendimiento tiene sus limitaciones y acabamos falseando, ordenando. Tampoco quiere caer en la tentación de añadir aquí y allá una pincelada para que la pintura termine transformándose en un amasijo informe, en un pintarrajo. La obra maestra desconocida de Frenhofer. Carmichael espera y aprende…

El libro habla sobre la pérdida de la inocencia. Y el dolor irremediable que esto provoca… la metamorfosis.

Creo que hay momentos muy hermosos en él. El volcán Krakatoa. La batalla de Waterloo… Luke Howard termina evocando al mismísimo Zaratustra… y esto, por ejemplo, es un golpe bajo.

Y así pasamos de una especie de idealismo religioso y excesivo, modelo de austeridad y pureza, del individuo asceta y moderado en emociones, solitario y puro comparado con el resto, a otro lugar, otro tipo de conmoción, al materialismo más abierto y, por momentos, “antinatural” (en la novela). Habría que poner muchos ejemplos, uno tras otro para poder fluir desde la torpeza y los desaciertos hasta la más absoluta agilidad y delicadeza. No sabría muy bien decir si es el escritor el que lo hace mal o yo la que lo percibe mal en un primer instante, para acostumbrarme después y finalmente disfrutar.

Se habla sobre el desinterés y la emoción. Sobre la perturbación y el ruido sordo, cisuras sutiles, rajas, heridas, abscesos, purulencias, heridas inflamadas, huesos rotos. Polvo, atmósfera y nubes. Y cuerpos. Y vida.

Mi problema con esta novela es que me resulta completamente perversa, como Abercrombie. De él prefiero no hablar. Me lo guardo para mí solita.

Existen muchos adjetivos para definirla, podéis buscarlos en la red aunque no lo recomiendo. Yo os dejo aquí el comentario que me llevó a leerla que, por supuesto, si recomiendo.

Y para terminar os cuento una cosa que no he comprobado científicamente pero que me creo. El cielo no es azul. Es violeta. Lo vemos azul, pero en realidad es violeta. El violeta es el color que más se dispersa. Y nuestros ojos lo ven muy mal, son poco sensibles al color violeta y algo más al azul. Los rayos más refractados del sol, los de longitud de onda más corta (el azul y el violeta), pueden chocar con otras partículas del aire y variar su trayectoria una y otra vez… Realizan toda una danza en el aire antes de alcanzarnos. Nos llegan de todas las regiones del cielo, como en forma de fina lluvia. Por eso el cielo nos parece azul. Pero no olvidemos que es violeta.

Comentarios

¡Ya empezamos! El cielo es azul... por supuesto, cuando se prestan para ello las condiciones atmosféricas, porque de otro modo sería gris, rojo, blanco plateado, violeta y... hasta amarillo. Y no me cuentes teorías extrañas (no comprobadas, pero creíbles) para decirme que "es violeta".
Anónimo ha dicho que…
¿Extrañas? mmm... Busca, por ejemplo, Rayleigh.

Y de momento, es Violeta. Porque yo lo quiero así :-)

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