Lo bello y lo triste (Yasunari Kawabata, 1965)


Compré esta novela por el título: lo bello y lo triste. La palabra triste me resultó floja porque recordé las elegías de Duino de Rilke (en la que compara la belleza con algo mucho menos flojo: lo terrible) pero al ver que el autor era ni más ni menos que el premio Nobel japonés Yasunari Kawabata me dije: venga, vuelve a encontrarte con la sutileza oriental, a ver si te enseña algo sobre lo triste y lo bello que no sepas ya. Pero tenía mis dudas. Mira que me asombra buena parte del arte y el cine oriental pero, no se por qué, su literatura me parece distante y, por momentos, inaccesible; de ahí mis dudas. Y ahora, después de leer la novela, tan solo afirmo lo dicho porque no tengo suficientes pruebas ni argumentos ni ganas (una novela es poca cosa) para asegurar que resulta trivial.

Creo (sin embargo) que no es más que un problema de equilibrio con la emoción, el espíritu y (en un plano más lejano) la naturaleza. La principal sensación que me ha transmitido aquello que conozco de oriente es ese equilibrio (ojo, digo sensación, no digo que me equilibre). Un equilibrio contenido, reservado al ser visto desde fuera que sin embargo parece esplendoroso y pleno desde dentro (desde el otro lado). No es más que un residuo (supongo) de cómo percibí en su momento lo clásico oriental, de la pintura china como vehículo para trasmitir la comunicación (comunión) del artista con la naturaleza, el microcosmos y el macrocosmos, de la interrelación entre el hombre y la naturaleza que también representa el arte japonés. De esta manera, el arte oriental parecía ser mejor vehículo (o quizás más “noble”) para la introspección que el arte occidental. Pero tampoco era eso… porque yo soy occidental y el arte de los míos tiene suficientes recursos para la introspección, recursos que comprendo mucho mejor que aquellos de los orientales. No obstante el arte de oriente tenía algo que me interesaba…

Para mis ojos occidentales la inquietud, el trastorno, el desasosiego, la angustia, el dolor… cualquier emoción que convulsiona el cuerpo y los sentidos parecía desaparecer en flujos de tinta que mostraban esa fusión especial entre el hombre y el resto de las cosas… El ánimo de la naturaleza parecía llegar al brazo del pintor haciendo que este perdiera de alguna manera su ser para fundirse con aquello que le rodeaba. El pintor parecía desvincularse del cuerpo para fundirse y entregarse a lo inconmensurable… y lo que yo percibía no era más que cierta religiosidad, mística y espiritualidad sin cuerpo. Pero no sin cuerpo en el sentido occidental (fuera cuerpo ¡hola alma!), sino en un sentido físico en el que lo infinitamente pequeño es igual a lo infinitamente grande y en el que lo vivo sigue vivo. El cuerpo está vivo pero de alguna manera pierde su forma entregándose a todas y cada una de sus partes y… llegados a ese punto, a fundirse con el resto de las partes. Dersu enseña a Vladimir.

Si, ralladura total (como la del pan rallado…).

Pero ocurre que a mí me gustan los calambres. Detesto el sentimentalismo pero en el fondo, va conmigo. Me gusta conmoverme, emocionarme, inquietarme… Bueno, más que gustarme… va conmigo. Creo que el verdadero placer, la sensualidad, el goce, el erotismo pertenecen al cuerpo y no al espíritu (ni al oriental - más creíble -, ni al occidental - increíble -). No creo que nadie se ponga a mirar al infinito en plan salvaje después de haber atendido al cuerpo como este merece. Por eso no me gusta el recurso espiritual cuando el cuerpo está por medio. O sí… pero hay que hacerlo bien. Y más si uno está haciendo literatura. En fin, difícil de explicar.

En este sentido, y solo en este, la novela de Kawabata me resulta tensa y embarazosa (por su estilo - el lenguaje no ayuda a provocar emociones -). Podría decir que es turbadora, que queda mejor, pero no. No me ha movido ni un pelo y me dolían los riñones (por eso digo lo de embarazosa). No hay verdadera emoción en esta novela. Tan sólo ligaduras, nudos y conexiones demasiado frágiles. No puedo con tanta reserva sin un medio de expresión que la acompañe. La traducción, como no, resulta un obstáculo.

Sin más, la sinopsis y algún que otro comentario:

La novela arroja una mirada sobre la vida del escritor de fama, Oki Toshio, mientras viaja a Kioto con el propósito de escuchar las campanas que señalan el comienzo del nuevo año y el deseo de volver a encontrarse con una antigua amante, la pintora Ueno Otoko. A partir de ese viaje los acontecimientos se precipitarán hacia un final dramático y previsible.

No sabemos si Oki es o no un buen escritor. Tan sólo que alcanzó el éxito gracias a su primera novela, aquella que narró su relación durante un año con una chica de 15 años. La novela “Una chica de dieciséis” fue elogiada por la crítica y gustó a los lectores; no hizo que la mujer de Oki, Fumiko, olvidara sus celos y resentimiento, pero la llenó de orgullo y satisfacción ante el éxito de su marido. La novela significó ropa nueva y hasta alhajas, y también ayudó a costear la educación del único hijo de Oki y Fumiko, Taichiro. Oki recreó libremente su pasión juvenil (aunque él tenía 30 años cuando tuvo esa relación con Otoko) sin pensar en la situación de ella, en los problemas que eso podría acarrear a una mujer soltera.

Tampoco sabemos si Otoko es buena pintora. Anda sujeta a la tradición mientras captura imágenes sugerentes en los jardines de musgo, las veladas estivales a orillas del río Kamo y el rostro de su joven y apasionada amante Keiko. La memoria de Otoko trabaja para encontrar referencias que la ayuden a componer un retrato de su hija (al que llamaría Ascensión de un infante), muerta prematuramente a los siete meses de gestación. Dice Oki que quizás él y la madre de Otoko provocaron esa muerte, ya que el embarazo fue ocultado y el parto también.

La novela resulta un paisaje de recuerdos e imágenes sosegado, aunque la tragedia en la vida de Otoko dirija la narración. Todos los impulsos sensoriales de Oki rememoran el erotismo y la pasión de aquel año. Todos los impulsos sensoriales de Otoko rememoran la pérdida, el dolor y su amor incondicional por Oki. Impulsos, por otro lado, que dependen de un pincel. Entre los dos, tenemos a un personaje moderno, activo, furioso, delirante, fanático y autodestructivo llamado Keiko, la amante de Otoko, cuyo deseo de venganza sobre el hombre que destrozó la vida de su amada no es más que un maquillaje para ocultar el ritual de muerte que inicia al comprender que Otoko no la ama en realidad más que al musgo que crece en el jardín de su casa. También tenemos a un personaje pasivo, Taichiro, la segunda víctima inocente.

Y nada más. El argumento de la novela resultaría en la trama tan simple como un guión de telenovela si no fuera porque el autor es el premio Nobel japonés Yasunari Kawabata.

Las escenas de Otoko ayudando a Keiko a afeitarse, las lágrimas de Oki sobre los muslos enfermos (hinchados) de Otoko tras la pérdida de la hija de ambos (de ella), los pensamientos de Otoko en relación a su cuadro (¿desea a través de ellos purificar, y hasta santificar su amor por la niña muerta y por Oki o tan solo es un deseo reprimido de hacer su autorretrato respondiendo a un afán narcisista y a una visión de su propia santidad?), la mirada de Oki minuciosa en ciertos detalles de una naturaleza reanimada por sus recuerdos, su sensibilidad fragmentada hasta tal punto que se muestra paralizada…

Resulta muy complicado acercarse a una traducción del japonés. Siempre lo he sentido así. Cualquier movimiento interior se asocia a uno exterior y por mucho que creamos sentir esa asociación sensual estamos a años luz. Por otro lado, me molesta la falta de sangre. Nosotros la derramamos y ellos parecen contenerla. Toda sutileza se encuentra amarrada al mismo tiempo por un kimono envolvente y sujetado con una faja prieta llamada obi.

La novela contiene imágenes gloriosas, y a al mismo tiempo sutiles, vinculadas a momentos demasiado vulgares (donde convendría más bien un lenguaje o una visión más trágica, menos calma, menos quieta). Una historia de amor, venganza y destrucción que en este caso no se salva con las ensoñaciones artísticas, por naturales que parezcan. Nuestras tragedias erizan los pelos, retuercen el estómago e inflaman el corazón… oxigenan el cerebro. La tragedia de Kawabata ni siquiera es aséptica, fría, afilada… Lo es, quizás a la japonesa (aunque si recuerdo algunas pelis, lo dudo, porque los japoneses saben muy bien afilar cuando es preciso).

En definitiva creo que tenía grandes esperanzas y me he encontrado con una traducción (no me atrevo a decir que la novela original resulte así) bastante insípida. Aunque lo insípido encaja perfectamente con lo japonés, tal y como ha llegado a mis sentidos. Y ojo, que hablando de oriente lo insípido no es en absoluto despectivo. Es una cosa mucho más grande. Algo así como los bocaditos de arroz a los que se refiere Oki. Otoko los había hecho para que el los comiera en su viaje de vuelta:

“Al masticar aquellos bocaditos de arroz, sintió el perdón de la mujer en su lengua y sus dientes”.

Comentarios

DtV ha dicho que…
Qué bien lo explicas, lo espiritual está en lo corporal, cuando estoy inquieto lo sé porque el cuerpo empieza a mandarme señales, un cansancio injustificado que no me deja moverme, un hormigueo en brazos y piernas... cuando estoy bien me siento que podría subir el everest volviendo a los ducados. Un ejemplo, me como las uñas desde que tengo uso de razón, cuando hice el camino de Santiago, sin ser religioso, me encontré al llegar con unas uñas de medio centimetro. no sé si es lo que decías, pero me lo ha recordado, y mis fotos son buenas cuando esoy bien, cuando no lo estoy no son, soy incapaz de entenderme con la cámara por más que lo intente.
vera ha dicho que…
Bueeeeno… no sé si quería decir eso. No.

Es un problema con la novela de Kawabata. No me gusta la actitud de los dos personajes principales. No comprendo como alguien puede ser lo que aquí llamaríamos un capullo y dedicarse a contemplar la naturaleza y recrear momentos eróticos vividos. Por otro lado, me gusta la naturalidad con la que el autor expresa lo masculino.

Cuando Otoko está recién parida (ha perdido a su hija con 16 años) Oki la visita, no hay palabras, la madre está allí… tan sólo histeria en la chica, tensión y culpa en la madre y una mezcla de sensaciones (que no sentimientos) en él. Me dejó tiesa un párrafo en el que ella se abraza a él llorando (ella está enferma, con los muslos hinchados, a punto de morir)… y el autor habla sobre el roce de sus tiernos pechos en su brazo.

¡De traca!, con un par. Pues como este hay muchos momentos… Oki (Kawabata) pasea, piensa en los árboles, las flores, en el cuerpo de Otoko… no piensa en su hijo vivo (tan solo cuenta escenas) no reflexiona sobre nada más que aquellos días, pero tan sólo en plan sensitivo (imágenes, deseos…). No sé, difícil de contar.

Me ha gustado la novela pero lo dicho, me ha resultado totalmente ajena.
h.j.s. ha dicho que…
A mi me cuesta cierta literatura japonesa, Kawabata entra en estos, de hecho cuando leí otro de sus libros dije: soy tarada o qué, pues no comprendo bien lo que dice, es como un sinsentido, será acaso mi escuela occidental (digo por ponernos extremos)... Entonces diré algo que anotó Vera en tu post: me resulta ajena totalmente, con excepción de alguno que otro hijo de alguien más.
abrazo

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