La fórmula preferida del profesor (Yoko Ogawa, 2008)


La fórmula preferida del “profesor” es la identidad de Euler:


Un caso especial de la fórmula de Euler:


El significado de esta fórmula, y su sentido, pueden resultar tan inalcanzables para algunas mentes como la amistad o historia de amor (y necesidad - o articulación -) que surge entre los tres protagonistas de la obra de Yoko Ogawa para otras mentes o las mismas mentes. Una cosa parece muy compleja y la otra muy sencilla pero ambas son simples y tienen su lenguaje. O lo conoces, o no lo conoces; o está en ti o no está en ti. Lo simple y lo hermoso pertenecen, como dice la narradora, a “ese mundo invisible que sostiene el mundo visible”, un mundo que, como digo, resulta invisible para algunos. No por nada en especial, tan solo es cuestión de gustos, azares y necesidades. Donde muchos construyen un templo, otros defecan y pasan página. Así es la cosa.

Para comprender la fórmula de Euler y disfrutar de su hermosura hay que estudiar mates. Para comprender que ciertas relaciones fértiles pueden surgir entre las personas a pesar de su aparente dificultad no hace falta nada, nos las creemos y disfrutamos de ellas (nos encantan las historias de Oliver Sacks). La vida no tiene nada que ver con esas cosas, pero nos gusta leerlas. Por esta razón la novela de Ogawa me ha dejado indiferente. Existen demasiadas historias similares y ésta, sin aportar nada nuevo, me ha resultado forzada y recargada en cuanto a estilo… Tan sólo destacaría la esencia sin florituras; ese carácter y forma de ser tan lejana a la nuestra que vuelve a marcarse en la contención y (aparente) ausencia de emoción, además de cierto gusto en detalles que a cualquiera resultarían desagradables (ya dejé aquí el recuerdo del nacimiento del hijo de la narradora). Ambas cosas sirven para acentuar aún más esa relación tan poco habitual. El resto: las matemáticas, la redundancia de ciertas imágenes (escenas cotidianas para enfatizar cierta idea de “familia”, calor, paz y multitud de datos sobre béisbol), me sobran.

Resulta insólita la moderación con la que surge y se desarrolla el interés que nuestra narradora desarrolla hacia un anciano que posee una memoria de 80 minutos, la disposición y seguridad para atenderle, la determinación para animarle sin que él lo necesite ni lo solicite…, asimismo la conversación que surge entre ellos dos y el hijo de ella. Una conversación esencial que avanza por una fina hebra para, después, rebotar. Entregar y recibir, sin que una cosa dependa de la otra. Acciones y reacciones inesperadas.

El mundo invisible del que habla Ogawa está definido no sólo por los números y las matemáticas, también por las emociones que unen a las personas. Y la emoción sin euforia no es más que intuición, aprehensión, entendimiento. En un nivel muy básico en este caso, pero no por eso desdeñable.

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