Camino del matadero.

Por razones que no vienen a cuento, he recuperado hoy un relato que escribí hace tiempo. Un texto muy breve, sobre todo si lo comparo con los chorizos que solía soltar en este blog hace tiempo. Hoy quiero que repose aquí, por razones que no vienen a cuento.

Parte de una experiencia en el metro de Madrid y de otra, anterior, con el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Por cierto, gran libro que provocó un cambio de rama hace muchos años.

Camino del matadero

Cierra el libro, la historia ha terminado. El cuerpo desplazado velozmente junto a los demás. Intenta concentrarse en un punto fijo e indeterminado más allá de la materia oscura y escurridiza del túnel. Se siente proyectado, sin posibilidad de escape. Las pegatinas del cristal ordenan: no obstruyan las puertas, dejen salir antes de... El vagón para en seco. Pasan los minutos y el aire se concentra, como en un hormiguero. No fluye a través del filtro, se recicla entrando y saliendo de los cuerpos, las bocas, las narices y los poros; siente la presión de la turba y busca una ventana. Está cerrada, el cristal lleno de heridas nerviosas, exclamaciones indescifrables, juramentos abiertos. Abandona los graffitis para leer un papel pegado sobre la pared con una historia escrita que no termina y queda en suspenso, interrumpida, como su viaje a ninguna parte. Pedazos de libertad en las paredes de un tren, relatos de un mundo luminoso, escenas de lo viviente. Algunos rostros a su alrededor, muestran la resignación de los condenados. Quisiera escuchar sus fantasías. Piensa en las palabras; las del libro que acaba de cerrar, las del papel que acaba de leer...

No existía esperanza para los cuerpos amontonados en el vagón. Hacinados como reses, viajaban hacia la muerte en un prisma de madera, el hedor escapando entre las grietas, orificios en el suelo destilando heces. Sólo a través del respiradero se advertía la presencia del día y la noche. Con mucho esfuerzo lograban alzar durante el viaje alguno de los cuerpos para que observara más allá. Muchos protestaban, pensando que para soportar su destino era mejor no ver ni saber nada. Pero la mayoría disfrutaba con los relatos de los oteadores. Visones, reflejos, delirios u opiniones no eran tan celebrados como aquellos que desvelaban la existencia de un mundo verdadero al que todos pertenecían, más allá del respiradero. El oteador lo transformaba y compartía con los demás su efímera experiencia.

"He visto a una niña en el andén junto a su madre. Vio mi mano agitándose. Nos ha visto. Sabe que estamos aquí y lo compartió con ella".

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