Sentir y poder contarlo.

No sé el resto de la humanidad pero, en ocasiones, yo siento la necesidad de traducir en palabras lo que siento. O no lo que siento, quizás tan solo lo que ha sucedido en un momento dado, un mero accidente, algo superficial. Aun en este último caso, estoy segura de que, en cierta manera, necesito sacar la sensación que reposa en todo aquello.

Siempre he entendido esta tarea como algo más estético que filosófico que científico. O las tres cosas quizás.

Si buscamos la definición de “objetivar” (verbo que no me canso de utilizar) empezaremos ya por hacernos un buen lío porque “objetivar” significa dar un carácter objetivo a una idea o sentimiento, es decir, sacarlo del sujeto para referirse al objeto en sí mismo (con independencia de la propia manera de pensar o de sentir). Es una tarea a priori desapasionada y desinteresada… ¿Pero cómo transformar una mera sensación en algo que existe realmente y con independencia al sujeto que lo conoce? Paparruchas.

La historia del arte está marcada por una intención fija: objetivar sentimientos subjetivos. Para ello tenemos palabras, líneas, pigmentos, masas, aire (música)… movimiento, física…. Quién sabe.

Yo creo que los místicos españoles se empeñaban en “objetivar” con palabras meras sensaciones subjetivas. No sé si esto confiere cierta “independencia” o carácter objetual a un “sentimiento” más allá de lo sentido por aquel que intentó narrar. Ni idea. Pero en mi opinión no. Más bien creo que existe una intención de generar una mancha, una huella de un sentir a la que podamos mirar reconfortados mientras nos decimos “algo así es lo que he sentido dentro de este contexto”. Y, por supuesto, el artista que genera el fruto lo abandona al mundo. Para los demás sí es un objeto independiente de los sentimientos que lo generaron. Para mí no. Para el que lo crea, tampoco.

Me gusta utilizar la palabra objetivar porque va mucho más allá de la mera expresión o traducción de sentimientos. Pensemos que uno puede escribir como si vomitara, gritara, eyaculara o cagara y esto es bien diferente de reflexionar, colocar, ordenar, trazar, dibujar, buscar relaciones armónicas… Me imagino ahora mismo a un matemático llamado Ludovico flipando en colores por haber conseguido formular lo que ayer sintió mientras su amigo Genaro le decía a la cara que era un picaflor. ¿Por qué Ludovico se sintió “raro/incómodo/jodido” cuando escuchó aquello de “picaflor”...; él, que está por encima del bien y del mal…? Tan solo tenía que buscar un código estético apropiado para comprender ese por qué de una reacción (a su juicio) “incómoda”, no prevista, especial, emotiva, tocapelotas...  Creo que este ejercicio de traducción de un sentir nos ayuda, soberanamente, a vivir más allá del engendro mecánico que esta eterna sociedad cool del bienestar y el ego han hecho de todos nosotros. Si no me siento engendro mecánico es porque me miro al espejo mientras me arranco la piel a tiras, poco a poco. Y lo cuento con palabras o con lo que tenga a mano. Me lo cuento.

Los místicos españoles –dicen los libros de expertos (y yo estoy de acuerdo), “utilizan expresiones paradójicas para tratar de objetivar sentimientos inefables”:

“Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”, clama Santa Teresa.
San Juan recurre al oxímoron de “Música callada” y “soledad sonora”.

El lenguaje amoroso tiende también a la paradoja. Quevedo, para definir el amor utilizaba afirmaciones contradictorias y antitéticas. Veamos dos poemas:

Definiendo el amor
“Es hielo abrasador, es fuego helado / Es herida que duele y no se siente /Es un soñado bien, un mal presente / Es un breve descanso muy cansado / Es un descuido, que nos da cuidado / Un cobarde, con nombre de valiente / Un andar solitario entre la gente / Un amar solamente ser amado / Es una libertad encarcelada / Que dura hasta el postrero paroxismo / Enfermedad que crece si es curada / Éste es el niño Amor, éste es tu abismo / Mirad cuál amistad tendrá con nada / El que en todo es contrario de sí mismo”.

Otro ejemplo lo tenemos en el soneto “Amor constante más allá de la muerte”, con otra serie de figuras retóricas.

Cerrar podrá mis ojos la postrera / Sombra, que me llevare el blanco día / Y podrá desatar esta alma mía / Hora a su afán ansioso linsojera / Mas no de esotra parte en la ribera / Dejará la memoria en donde ardía / Nadar sabe mi llama la agua fría / Y perder el respeto a ley severa / Alma a quien todo un Dios prisión ha sido / Venas que humor a tanto fuego han dado / Médulas que han gloriosamente ardido / Su cuerpo dejarán, no su cuidado / Serán ceniza, mas tendrán sentido / Polvo serán, mas polvo enamorado”

Seguro que se quedaron estos tres bien a gusto. O no. A saber.

Hoy estaba en la cocina de mi casa… tras una larga mañana en la que he hecho muchas cosas: despertarme pronto, levantarme, desayunar mientras leía cosas divertidas, gandulear en Facebook, hacer tortitas, ducharme, bajar a hacer la compra (incluyendo material suficiente para inflarme a mojitos esta noche en el típico encuentro de Halloween con los amigos y los niños), subir a casa, encontrármela vacía (bien!), ponerme encantada de la vida a cocinar y pensar que… tan pronto tuviera hecha la comida, me iba a poner a escribir esto por varias razones…


En la cocina, me he sentido de puta madre. En verdad, me siento casi siempre de puta madre pero a tal nivel a veces que me gustaría poder escribirlo. No porque sea una sorpresa sino porque merece, esa sensación, ser dibujada, por su simpleza. Considero que llegar a un equilibrio real, suave (no fingido) es algo primordial y que escasea demasiado como para no ser contado. La vida puede ser música pura. Y esta música debe ser contada porque constantemente siento la otra amenaza, la del tedio, la del malestar, la del no comprender, la sensación de no realidad, de artificio. Hay cosas que todavía se me escapan, pequeñeces que no armonizan… Me asusta el frio y el ruido. Y aunque tengo un abrigo que suelo ponerme en los momentos en los que uno flota en el vacío… suelo dejarlo colgado cuando me entrego a la vida. Entonces, si vas desnuda y te roza un bloque, cubito o copo de hielo… directamente deja una quemadura, que hay que traducir e interpretar. Y el ruido… el ruido me asusta y me lleva al refugio en el que suelto cosas como este post que no dirá nada a nadie pero a mí me deja más tranquila.

Es el ruido que amenaza (la decadencia, la escasez, el crepúsculo), más que la plenitud lo que me hace escribir... o ¿quizás las dos cosas?

Comentarios

RH ha dicho que…
A mí si me dice algo el post. La verdad, me dice bastante. Tienes suerte al sentirte así frecuentemente. Mucha. Yo vivo -supongo que como tantos- de pequeños fragmentos, de píldoras, de fugaces claros. Las primeras veces que sentí ese de puta madre-equilibrio suave, fue a mediados de los setenta más o menos (pura adolescencia). Recuerdo un día que piré y me subí a un autobús que me llevó treinta kilómetros al norte y me dejó cerca del mar. LLegué a la playa y me tiré en la arena, vestido. No era verano, no había nadie allí. Saqué un pequeño libro del bolso de la cazadora (creía que era Juan Ramón Jiménez, pero ahora dudo ya) y me puse a leer. De pronto me di cuenta que todo cuadraba: el tiempo, el cielo, el rumor del mar, la brisa, la soledad, el mundo, yo... todo se volvió un armónico incontestable, y me sentí perfecto, algo que parecía por otra parte haber sido anunciado en los últimos tiempos: tardes de inanición esférica en las que había desterrado para siempre la posibilidad del aburrimiento (algo parecido a la meditación o al misticimo pero totalmente autodidacta), aquella música que sonaba cuando abría las ventanas en casa cuando estaba yo solo por las tardes, los grandes descubrimientos en forma de libros y discos de vinilo... tantas cosas... Con el tiempo, vinieron un millón de experiencias y de trayectos (en realidad una única experiencia y un sólo trayecto) y en ellos, esos tiempos y fragmentos, esa rítmica de las cosas que obedece a su propio misterio. El ruido y el silencio, la quietud y las aristas intocables, la herida y la caricia, el temor y el refugio. Como si todo fuera un ciclo interminable de mareas y en ellas, una suerte de combinación de series de olas que se espacian, variables en tamaño, fuerza y forma.
RH ha dicho que…
(...)Sí, tienes suerte. Hace unos días, en un lugar, con mis personas, mientras ocurría de forma ordinaria un momento ordinario de la vida, de esa clase de momentos que nadie recuerda nunca ni siquiera treinta minutos después, noté esa suerte armónica de las cosas, el equilibrio suave... sobrevino y desde la sensación subjetiva quise dar un paso atrás y objetivarlo desde una especie de mirada neutra, y me fijé en todo lo que estaba a la vista de los ojos, y sí, era el ruido eterno de la música del mundo, un fragmento, una pequeña dosis para no olvidar del todo.
Sin embargo, la anticalidad de tantos, la maldad, la capacidad inagotable del error (propio y ajeno), el dolor innecesario y el dolor injusto, la mediocridad, tantas cosas esparcidas por el suelo como hojas rojas de las hayas en el centro del otoño... Lo echo de menos... la posesión de ese equilibrio real, su percepción próxima, su poder interior... Tienes suerte. No te conozco pero aun así me alegro, sinceramente, celebro que así sea y ojalá sea mucho siempre.
Vera ha dicho que…
Qué bonito escribes :)

Bueno, son momentos de espasmo en los que, de alguna manera sientes que tienes que escribir lo que te está pasando. Voy a ver si escribo otro post para intentar dibujar esos momentos ansiosos.

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