Los otros...


En China, de todas las artes, el lugar supremo lo ocupa la pintura. Es objeto de una verdadera mística, porque, para los chinos, el misterio del universo lo revela por excelencia el arte pictórico. En comparación con la poesía, la otra cumbre de la cultura china, la pintura, por el espacio originario que ella encarna, por los alientos vitales que suscita, parece más idónea, no tanto para describir los espectáculos de la creación, sino para participar en los “gestos” mismos de la creación. Fuera de la corriente religiosa, de tradición ante todo budista, la pintura en sí misma era considerada como una práctica sagrada.

Esta pintura tiene su punto de partida en una filosofía fundamental que propone concepciones precisas de la cosmología, del destino humano y de la relación entre el hombre y el universo. En tanto lleva a la práctica esta filosofía, la pintura constituye una manera específica de vivir. Busca crear, más que un marco de representación, un lugar mediúmnico donde la verdadera vida sea posible. En china, arte y arte de vivir son una misma cosa.

En esta óptica, el pensamiento estético chino considera siempre lo bello en su relación con lo verdadero. Así, para juzgar el valor de una obra, la tradición distingue tres grados de excelencia: el nengpin, “obra de talento acabado”; el Xiaoping, “obra de esencia maravillosa”; el shenpin, “obra de espíritu divino”. Si para definir los dos primeros grados, se recurre a numerosos predicados que participan a veces en la noción de belleza (poderoso, elevado, elegante…), en cambio el término shenpin sólo se aplica a una obra cuya calidad inefable parece sugerir su relación con el universo originario. El ideal que anima a una artista chino es el de realizar un microcosmos vital en el cual el macrocosmos pueda obrar.

François Cheng. Vacío y plenitud. Introducción.

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