Los cuatro humores y... el Ornitorrinco.


Volviendo a los Cuatro Humores, recordaremos únicamente que, además de temperamentos, fueron considerados por los antiguos como síntomas o causas de enfermedad. Y lo explicaban de una forma bastante graciosa: el alimento introducía en el cuerpo sustancias que, gracias a la digestión, eran utilizadas para formar los huesos, la carne y la sangre; pero había una parte que no se utilizaba, naciendo de ésta los “humores sobrantes”. El equilibrio entre las distintas partes sobrantes era un símbolo de salud, y su desequilibrio de enfermedad. Al mismo tiempo, como decíamos, los humores justificaban el carácter o temperamento, existiendo una “Doctrina de las Cualidades” cambiante en el tiempo, pero con la misma estructura fundamental. Los Pitagóricos ya habrían emparejado las cuatro estaciones con las Cuatro Edades del Hombre, que más tarde se vincularon a los Cuatro Humores (denominados Cuatro Temperamentos posteriormente). Durante la Edad Media y el Renacimiento se consideraba la infancia como flemática, la juventud sanguínea, la madurez (o edad viril) colérica y la vejez melancólica (volviendo en determinadas circunstancias, a una segunda infancia). No sin controversia, ya que también podía considerarse que la juventud era sanguínea, pasando a un periodo colérico entre los veinte y cuarenta años y otro melancólico entre los cuarenta y los sesenta, terminando con una vejez flemática. El predominio de uno u otro humor se marcaba hasta durante las horas del día.

Pero lo interesante de todo esto es la relación entre “humor sobrante” y enfermedad. Es interesante solamente por la obviedad de la relación. Pero ojo, no confundamos “sobrante” con exceso. El exceso puede “utilizarse”, producir un trabajo. El verdadero “sobrante” es como la entropía… una energía que sobra y que de ninguna manera, podemos utilizar, una respuesta inevitable al equilibrio final en el que todo esto tiene que terminar. Y ojo de nuevo… que he dicho “todo esto”, ja, ja… o sea… todo lo conocido, o sea nada. Que bien sabemos todos, o al menos yo me lo planteo, que ya no se puede hablar de un universo sino de varios.

¿Me estoy desviando un poco del tema no?

También resulta interesante que el “equilibrio” entre los distintos humores resulte saludable y su desequilibrio enfermizo. Algo así vuelve a ocurrir en La montaña mágica de Thomas Mann, en la que no se enfrentan salud y enfermedad, si no que se consideran dos caras de una misma moneda:

-Yo creía -dijo Hans Castorp- que esa fiebre únicamente era fruto de mi resfriado.

-Y el resfriado -replicó el consejero-, ¿de dónde proviene? Deje que le diga una cosa, Castorp, y atiéndame bien, pues, por lo que sé, no le falta a usted materia gris. El aire de aquí arriba es bueno “contra” la enfermedad, usted debe de saberlo. Y ésa es la verdad. Pero al mismo tiempo, este aire, que también es bueno “para” la enfermedad, comienza por acelerar su curso, revoluciona el cuerpo, hace estallar la enfermedad latente… y su catarro es precisamente una de esas explosiones. Yo no sé si habrá tenido fiebre allá abajo, pero en todo casi, sí la ha tenido aquí desde el primer día, y no sólo a causa de su constipado. ¿A que es así?...


Volvemos a la palabra “latente”… y a una manifestación física o mental que podía reflejarse en un mero “temperamento” o bien transformarse en dichosa, dichosísima enfermedad.

Pero a donde quería yo realmente llegar, si es que llego, es a Aristóteles y su trapicheo. A esa asociación entre el “furor” platónico (en el que no nos detendremos porque no terminamos) y el ser “rarito”, o estar enfermo. Yo solamente quería decir que el melancólico es un puto enfermo. Yo, al menos, me considero enferma y con suficiente inteligencia vital (gracias a quien se las tenga que dar) para tener los pies, o al menos las manos, en el suelo y en el sueño. Pero Aristóteles decía que no; que los genios son raros, que los genios sufren, que están como una regadera… pero ojo, que son genios. Algo así como lo que también dicen en esta peli tan graciosa, El niño de Marte: soy más raro que un ornitorrinco pero es que soy un genio. Por cierto, cómo me gusta la palabra Ornitorrinco, con un par (de huevos) y con un par (de tetas)… o lo que es lo mismo, que pone huevos y tiene mamas… Todo en uno. O casi. Vamos, un genio.

Pero el problema es que no todos los raros son genios. Nops. La peli esta miente. Aristóteles se fijaba en el genio, y veía que era raro. Nosotros que somos muy chulos pensamos "hostia, que raro es este tío; será un genio". Pero no. Seguimos siendo como Aristóteles; si no viene de fábrica el genio, esto de la rareza nos lo pasamos por los bajos. Cualquier Ornitorrinco se sentiría muy mal viajando en metro a diario y teniendo que tarifar con seiscientos ejecutivazos todos los días. Sips. Se sentiría una mierda de lagartija atrapada en un bote.

Pues eso. Yo quería hoy hablar de Aristóteles y contaros de qué va el rollete ese del vino, pero creo que ya me he extendido demasiado. Así que lo dejaré para otro día.

Os dejo un link al trailer de esta graciosa peli en la que, por cierto, he visto al mejor John Cusack que he visto nunca.

Por cierto, yo también dije alguna vez que a ver cuando me secuestraban unos extraterrestres y me llevaban bien lejos. Ahora bien, nunca les he considerado mi familia, como el niño de la peli que se cree que es de Marte. No. Yo quiero, realmente, que los extraterrestres (ajenos a mí en todos los sentidos) me lleven bien lejos. Solo algunas veces lo quiero, pero cuando lo quiero, lo quiero así.

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